viernes, 29 de octubre de 2010

LAS TRES HILANDERAS

Había en un pueblo una niña muy holgazana que no quería hilar. Su madre no podía con ella, no había modo de obligarla. Un día su madre perdió la paciencia de tal forma, que la emprendió a bofetadas, y la chica se puso a llorar a voz en grito. Pasaba en aquel momento la Reina, y, al oír los gritos, hizo parar la carroza, llamó a la madre y le preguntó por qué pegaba a su hija de aquella manera. La mujer avergonzada respondió a la Reina: 

- No puedo sacarla de la rueca; todo el tiempo se estaría hilando; pero soy pobre y no puedo comprar tanto lino.

Dijo entonces la Reina:

- Lo que más me gusta es oír la rueca al hilar. Dejad que la niña se venga a palacio, tengo lino en abundancia y podrá hilar cuanto guste.

La madre dio el permiso muy contenta, y se llevó a la muchacha.

Ya en el palacio la llevaron a tres aposentos del piso alto, que estaban llenos hasta el techo de magnífico lino.

- Vas a hilar este lino -le dijo-, y cuando termines te daré por esposo a mi hijo mayor. No me importa que seas pobre.

La muchacha se puso muy seria, aquel lino no había quien lo hilara, aunque viviera trescientos años y no hiciera otra cosa desde la mañana a la noche.

Al quedarse sola, se echó a llorar y así se estuvo tres días sin mover una mano. Al tercer día se presentó la Reina, y se extrañó al ver que no tenía nada hecho aún; pero la muchacha se excusó diciendo que no había podido empezar todavía por la mucha pena que le daba el estar separada de su madre.

La Reina se contentó con esta excusa, pero le dijo:

- Mañana tienes que empezar el trabajo.

De nuevo sola, la muchacha, sin saber qué hacer ni cómo salir de apuros, se asomó a la ventana y vio que se acercaban tres mujeres: la primera tenía uno de los pies muy ancho y plano; la segunda un labio inferior enorme, que le caía sobre la barbilla; y la tercera, un dedo pulgar abultadísimo. Las tres se detuvieron ante la ventana y, levantando la mirada, preguntaron a la niña qué le ocurría. La muchacha les conto su problema, y las mujeres le brindaron su ayuda:
- Si nos invitas a tu boda, sin avergonzarte de nosotras, nos llamas primas y nos sientas a tu mesa, hilaremos para ti todo este lino en un santiamén.

- Con toda el alma os lo prometo -respondió la muchacha-. Entrad y podéis empezar ahora mismo.

Hizo entrar a las tres extrañas mujeres, y en la primera habitación desalojó un espacio donde pudieran instalarse.

Inmediatamente pusieron manos a la obra. La primera tiraba de la hebra y hacía girar la rueda con el pie; la segunda, humedecía el hilo, la tercera lo retorcía, aplicándolo contra la mesa con el dedo, y a cada golpe de pulgar caía al suelo un montón de hilo de lo más fino. Cada vez que venía la Reina, la muchacha escondía a las hilanderas y le mostraba el lino hilado; la Reina se admiraba, deshaciéndose en alabanzas de la moza.
Cuando estuvo terminado el lino de la primera habitación, pasaron a la segunda, y después a la tercera, y no tardó en quedar lista toda la labor. Se despidieron las tres mujeres, diciendo a la muchacha:

- No olvides tu promesa; es por tu bien.

Cuando la doncella mostró a la Reina los cuartos vacíos y la grandísima cantidad de lino hilado, se fijó enseguida el día para la boda. El novio estaba encantado de tener una esposa tan hábil y laboriosa.

- Tengo tres primas -dijo la muchacha-, a quienes debo grandes favores, y no quiero olvidarme de ellas en la hora de mi boda. Permitidme, pues, que las invite a la boda y las siente a nuestra mesa.

A lo cual respondieron la Reina y su hijo:

- ¿Y por qué no habríamos de invitarlas?

Así, el día de la fiesta se presentaron las tres mujeres, magníficamente ataviadas, y la novia salió a recibirlas diciéndoles:

- ¡Bienvenidas, queridas primas!

- ¡Uf! -exclamó el novio-. ¡Cuidado que son feas tus parientas!

Y, dirigiéndose a la del enorme pie plano, le preguntó:

- ¿Cómo tenéis este pie tan grande?

- De hacer girar el torno -dijo ella-, de hacer girar el torno.

Pasó entonces el príncipe a la segunda:

- ¿Y por qué os cuelga tanto este labio?

- De tanto lamer la hebra -contestó la mujer-, de tanto lamer la hebra.

Y a la tercera

- ¿Y cómo tenéis este pulgar tan achatado?

- De tanto torcer el hilo -replicó ella-, de tanto torcer el hilo.

Asustado, exclamó el hijo de la Reina:

- Jamás mi linda esposa tocará una rueca.

Y con esto se terminó la pesadilla del hilado.

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